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En 1774, el químico inglés Joseph Priestley realizó un experimento…

En 1774, el químico inglés Joseph Priestley llevó a cabo un experimento que transformaría para siempre la comprensión del aire y de la vida misma.

Colocó una vela encendida y un ratón dentro de un frasco de vidrio herméticamente cerrado.

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Al poco tiempo, la vela se apagó y el animal murió, ambos asfixiados por la falta de aire.

Sin embargo, Priestley no se detuvo allí. Intrigado por el fenómeno, repitió el experimento, pero esta vez añadió una ramita de menta fresca dentro del frasco.

Para su sorpresa, la vela siguió ardiendo durante más tiempo y el ratón sobrevivió.

Aquella simple observación escondía un descubrimiento monumental.

Priestley dedujo que la planta tenía la capacidad de “renovar el aire” consumido por la llama y el ratón, un aire que él llamó “aire desflogistizado”, sin saber que en realidad había descubierto el oxígeno.

Este hallazgo, aunque interpretado bajo la teoría del flogisto vigente en ese momento, abrió el camino hacia una nueva era en la química y la biología.

Años más tarde, en 1779, el médico y científico holandés Jan Ingenhousz retomó los estudios de Priestley y los llevó aún más lejos.

A través de cuidadosos experimentos, demostró que las plantas solo podían “purificar” el aire cuando estaban expuestas a la luz solar y que eran sus partes verdes las responsables de ese proceso.

Sin luz, las plantas no producían el misterioso gas que sostenía la vida.

De esta manera, Ingenhousz reveló la conexión entre el sol, las plantas y la atmósfera: la luz era la chispa que activaba el mecanismo de la naturaleza.

De esas pruebas aparentemente simples —una vela, un ratón y una ramita de menta— nació la comprensión moderna de la fotosíntesis, el proceso mediante el cual las plantas transforman la energía solar, el agua y el dióxido de carbono en oxígeno y alimento.

Priestley e Ingenhousz, sin proponérselo, revelaron una de las verdades más profundas del planeta: las plantas son las verdaderas arquitectas de la vida.

Gracias a ellas respiramos, vivimos y existimos. En silencio, día tras día, convierten la luz en aire y el aire en esperanza.

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